Consultor político

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Por Raúl Reyes Gálvez

Morena nació para barrer privilegios… y hoy tropieza con sus alfombras de Prada.

“En política, como en los reinos, la traición casi nunca viene de fuera. El filo de la daga es más mortal cuando lo sostiene quien comparte tu mesa.”

Morena se encuentra en su propio Juego de Tronos. Un tablero donde el poder es el único dios verdadero y la lealtad es moneda de cambio, siempre al mejor postor. Y es que la causa que alguna vez se presentó como regeneradora hoy enfrenta su momento más crudo: decidir si toma la escoba y barre —aunque sea de abajo arriba— a quienes han convertido el movimiento en pasarela de Prada, Cartier, Louis Vuitton y Ferragamo.

La teoría de la narrativa política nos recuerda que todo movimiento necesita un relato coherente para sostener su hegemonía. Ese relato no es solo discurso: es símbolo, conducta y ejemplo. Morena nació como la historia del pueblo que derriba los muros del privilegio; sin embargo, demasiados de sus protagonistas actúan ya como nobles de corte, cercanos al lujo y distantes de la plaza pública. En términos gramscianos, la hegemonía se erosiona cuando el bloque histórico que sostiene el poder deja de encarnar los valores que dice defender.

La lección es brutal: un movimiento que no se limpia por dentro se pudre por fuera. La oposición no necesita asestar grandes golpes; basta con dejar que los morenos de etiqueta se exhiban solos, que las fotos de relojes de oro y cenas en restaurantes de lujo circulen mientras el pueblo sigue esperando que la regeneración no se quede en eslogan.

En clave de Juego de Tronos, Morena corre el riesgo de convertirse en Desembarco del Rey: un palacio lleno de intrigas, favores comprados, linajes inflados y banquetes interminables, mientras en las murallas crece la amenaza. La diferencia es que aquí el enemigo no es un ejército extranjero ni un invierno que se acerca; el enemigo es la descomposición interna, el hastío ciudadano y la incapacidad de poner orden.

En menos de catorce años, el movimiento pasó de ser un proyecto insurgente a un régimen con tentaciones cortesanas. Y ahí está el dilema: ¿debe barrer desde la cúpula o desde las bases? Andrés Manuel López Obrador recomendó hacerlo de arriba hacia abajo; no lo hizo. Hoy, Claudia Sheinbaum y la dirigencia enfrentan la disyuntiva inversa: limpiar de abajo hacia arriba, antes de que la base se rebele o la desilusión se vuelva irreversible.

No se trata solo de nombres —aunque los hay, y muchos— sino de lo que representan. Adán Augusto López, que de guinda solo viste la corbata y cuyo historial deja más sombras que luces; Andrés Manuel López Beltrán, que actúa como heredero de título nobiliario, sin someterse a la disciplina militante; gobernadores que confunden la política con reality shows; ministros que se aferran al cargo aunque su prestigio esté en ruinas; funcionarios que se van impunes tras tragedias nacionales. Todos ellos son piezas en un tablero que ya perdió parte de su legitimidad.

Desde la teoría de la hegemonía política, la erosión no ocurre por un solo acto, sino por la acumulación de pequeñas traiciones: al programa, al símbolo, al pueblo. Y esas traiciones no siempre son ideológicas; muchas veces son estéticas. Porque en política, el lujo exhibido no es solo una cuestión de mal gusto, sino una declaración de distancia con la realidad de la mayoría.

El problema es que Morena parece haber caído en la trampa del poder como botín. Se afilia a quienes suman votos, aunque resten credibilidad. Se cierra la puerta a la crítica interna y se tolera la mediocridad si viene acompañada de lealtad al líder, no al proyecto. Este es el camino más rápido para pasar de fuerza hegemónica a administración agotada.

En el tablero, hay quienes todavía creen en la causa original, pero dudan en actuar. Temen que una purga provoque fracturas irreparables o que un ajuste interno frene la maquinaria electoral. No advierten que el costo de no hacer nada puede ser mayor: el vacío narrativo y moral que se genera cuando el movimiento deja de diferenciarse de aquello que prometió combatir.

En Juego de Tronos, la caída de una casa no siempre la provoca un ejército rival. Muchas veces la derriban las intrigas internas, el lujo desmedido, la arrogancia y la incapacidad de ver más allá de los muros del castillo. Morena debería tomar nota. La política mexicana es despiadada: el día que la narrativa de regeneración muera, el trono quedará vacío… y otro jugador se sentará en él.

 

Última escena

La sala está en silencio. Afuera, el ruido de la calle es apenas un eco lejano. Sobre la mesa, una escoba descansa junto a un libro abierto: El arte de la guerra. En sus páginas, una frase subrayada brilla como advertencia: “Si no puedes gobernar tu casa, no pretendas gobernar un reino.”

En las sombras, algunos rostros observan, calculan, miden el tiempo. Saben que la limpieza significará perder aliados, pero también que no barrer será perderlo todo. El aire huele a traición y a miedo.

El tablero está listo. El movimiento tiene dos caminos: aferrarse a la comodidad de los palacios o regresar a la crudeza de las plazas. Y en política, como en los reinos, el invierno siempre llega… pero no siempre avisa.

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