
Homero Meneses: El doctor inmoral de los moles y los listones
Dicen que Tlaxcala es tierra de cultura, pero Homero Meneses quiere convertirla en un plató de telenovela donde él es el protagonista de todas las escenas: en las ferias, en los moles, en las paellas, en las clausuras, en los aniversarios de medios... y claro, en todos los cortes de listón habidos y por haber. ¿La educación? Bien, gracias.
El secretario de Educación no tiene empacho en usar la estructura de la dependencia a su cargo como si fuera su equipo de campaña. ¿Quién necesita un comité político cuando tienes chofer, logística institucional, personal de confianza, y un micrófono en cada escuela? Meneses se promueve sin recato, convencido de que la bendición divina —o al menos la gubernamental— le basta para saltarse la ley, el reglamento y la decencia.
Lo más indignante no es que aspire —porque soñar no cuesta nada—, sino la forma en que arrastra con él a una Secretaría que debería estar enfocada en resolver problemas reales. Mientras las escuelas sufren por falta de mantenimiento y los docentes por falta de atención, el secretario anda de fiesta en fiesta, encantado de posar para la foto.
Y si alguien lo cuestiona, no se preocupe: el doctor Meneses responde con ejemplos de caricaturas, apodos sacados de los cómics y descalificaciones de kínder político. Todo muy académico, claro. Su desprecio hacia reporteros y críticos es proporcional a su hambre de poder: monumental.
El peor evaluado, el menos querido, pero el más visible. Homero Meneses no busca gobernar Tlaxcala: busca figurar. Y si tiene que usar la educación como alfombra roja, lo hará sin titubear. Total, para él el respeto a la ley es solo una materia optativa.
En Tlaxcala, una escena indignante pasó del escándalo a la impunidad con una velocidad alarmante: en una escuela secundaria del municipio de Zacatelco, una presidenta auxiliar —funcionaria en activo— ofreció dinero a dos estudiantes para que se besaran, como si la dignidad de los menores fuera entretenimiento barato.
Y mientras los videos se compartían, la indignación crecía y la sociedad exigía respuestas, el secretario de Educación Pública del Estado, Homero Meneses Hernández, optó por el silencio. Un silencio que, en lugar de proteger a los niños y niñas, protege a los adultos responsables.
No basta con frases huecas o declaraciones tibias. Lo que se necesita es una acción firme, inmediata y contundente para sancionar este tipo de conductas aberrantes. Pero Homero Meneses, quien debería ser el primer defensor de los derechos de la infancia en el sector educativo, ha decidido invisibilizar el caso, esperando quizá que la indignación ciudadana se diluya en la siguiente polémica.
¿Dónde están las medidas de protección inmediata para los menores? ¿Dónde está la investigación interna? ¿Dónde está la exigencia de responsabilidad institucional?
Porque no se trata solo de una “anécdota desafortunada” —como a veces les gusta minimizarlo desde el poder—. Se trata de una agresión directa a la integridad emocional y psicológica de dos menores, en un espacio que debería ser seguro: su escuela. Y ante eso, Homero Meneses Hernández prefiere mirar hacia otro lado, más interesado en cuidar formas que en asumir el fondo del problema.
La omisión, en estos casos, se convierte en complicidad. El sistema educativo no puede ser espectador pasivo cuando sus estudiantes son utilizados, expuestos y manipulados por figuras de autoridad. Mucho menos puede guardar silencio cuando hay pruebas y responsables claros.
Y como si su indolencia no bastara, sin el menor rubor —ni un gramo de vergüenza—, Homero Meneses ahora sueña con gobernar Tlaxcala. Como si los tlaxcaltecas no lo repudiaran por ser un funcionario tibio, indigno, desvergonzado, insolvente de principios, incapaz moral, un burócrata reciclado de discurso rancio y ambición desmedida.
Tlaxcala no necesita más simuladores ni impostores del servicio público. Necesita servidores reales, no personajes de escaparate, ni sepultureros del derecho de las infancias.
La dignidad de las niñas y los niños no se negocia. Se protege. Y cuando el Estado —a través de funcionarios como Homero Meneses— no lo hace, está fallando en lo esencial.
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