
La segunda fila del poder
“Toda hegemonía nace de la disputa por el sentido común. No se conquista el poder, se conquista el relato.” —Antonio Gramsci
En el poder nada es casual. Ni una silla, ni una valla, ni una mirada que no se cruza.
Durante el primer informe de gobierno de Claudia Sheinbaum, tres figuras del obradorismo quedaron sentadas en la segunda fila: Adán Augusto López, Ricardo Monreal y Andrés Manuel López Beltrán, “Andy”. Tres hombres que fueron protagonistas de la era fundacional, hoy espectadores del nuevo capítulo. Detrás de una valla metálica, separados del templete, custodiados por el orden de un nuevo tiempo.
Sheinbaum explicó que fue una decisión “de logística”. Pero la política no se mide en metros, sino en símbolos. Y ese gesto, discreto pero calculado, fue una coreografía del poder. No se trataba de excluirlos, sino de enviar un mensaje: el liderazgo ya cambió de manos, y con él, las reglas del juego.
El reacomodo del tablero
El obradorismo se encuentra ante su momento más delicado: pasar del mito al método, de la devoción al gobierno, de la épica al orden. En términos gramscianos, es la transición de una hegemonía moral a una hegemonía institucional.
Claudia Sheinbaum no está destruyendo la obra de López Obrador. La está administrando. Está tratando de transformar un movimiento carismático en un Estado racional. Y eso, como diría Max Weber, es la prueba más difícil de cualquier proyecto político que nace de una revolución democrática: gobernar sin traicionar el espíritu que lo hizo posible.
Pero quienes alguna vez fueron parte del corazón del movimiento lo viven como un desplazamiento. Adán Augusto, el político de confianza del presidente saliente; Monreal, el equilibrista eterno del Senado; y Andy, el hijo que heredó más apellido que poder, miran cómo el escenario se reorganiza sin ellos en el centro.
La valla metálica no fue un muro. Fue un espejo. Les mostró que el poder ya no está en su palabra, sino en la disciplina de quien lo ejerce con cálculo frío.
La hegemonía, esa batalla silenciosa
Gramsci escribió desde la prisión que la hegemonía no es solo control, sino dirección moral e intelectual. Es la capacidad de convencer, no solo de mandar. El obradorismo fue, durante años, una fuerza de insurgencia moral que desafió al viejo régimen y le arrebató el relato de la nación.
Pero todo movimiento que llega al poder enfrenta un dilema: o se institucionaliza o se consume en su propia épica. Sheinbaum ha optado por institucionalizarlo. Ha cambiado la lógica del fuego por la del método, del grito por la ecuación, del carisma por la técnica.
Eso irrita a quienes crecieron en la liturgia de las plazas llenas y las palabras incendiarias. Porque el poder técnico no se siente igual que el poder carismático. Es menos cálido, menos emocional, pero más estable. Es el poder que ya no busca redención, sino permanencia.
Y en esa transición —inevitable pero dolorosa— se está reescribiendo la hegemonía del movimiento.
Lealtades y deslealtades
Adán Augusto pide una gira de López Obrador para diciembre. Monreal bromea con los periodistas sobre su encierro en la “segunda fila”. Andy calla. Y en ese silencio hay política pura.
El obradorismo no ha muerto. Pero ya no es un bloque monolítico. Hay quienes buscan adaptarse al nuevo centro de gravedad y quienes esperan un retorno simbólico del viejo líder. El primero lo hace con prudencia; el segundo, con nostalgia.
La presidenta lo sabe. No puede enfrentarlos de frente, pero tampoco puede permitir que marquen su ritmo. Por eso la valla, por eso la distancia, por eso el mensaje: “Yo soy continuidad, pero con orden.”
El obradorismo, que alguna vez fue el fuego, ahora tiene que aprender a ser la institución. Y como toda transición de hegemonía, esa lección no se aprende sin heridos.
La segunda fila como metáfora del poder
Lo fascinante de este episodio no está en el gesto, sino en su simbolismo. En política, las sillas importan. La primera fila representa la proximidad con el poder; la segunda, la aceptación de la espera o la advertencia del ocaso.
Pero también es cierto que, en la historia mexicana, muchos han regresado desde la segunda fila. Porque el poder, a diferencia del escenario, no tiene asientos fijos. Se gana cada día, se negocia cada noche.
Sheinbaum dio una lección de autoridad serena: no humilló, no castigó, no rompió. Solo reordenó. En ese gesto hay una sofisticación política que muchos subestiman. El poder femenino, cuando se ejerce con inteligencia, no necesita gritar para ser escuchado. Basta con mover una silla.
La última escena
Cae la tarde sobre el Zócalo. El público se dispersa, los reflectores se apagan. En la segunda fila, Adán Augusto se levanta con lentitud. Monreal conversa en voz baja con un asesor. Andy López, más callado que nunca, observa el templete vacío. Del otro lado de la valla, Sheinbaum sonríe y se retira rodeada por sus gobernadores, sus cuadros, su nueva guardia.
En esa imagen —que quizás pase inadvertida para muchos— se condensa una época: el fin de la hegemonía del fundador y el nacimiento del poder institucional de su heredera.
El obradorismo no muere. Se transforma. Porque la hegemonía, como la historia, nunca se detiene: solo cambia de manos.
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