Tlaxcala 500 y el soberbio meón

Tlaxcala 500 y el soberbio meón

Sin Tlaxcala, no habría México.

La historia no se repite, pero enseña. Y si algo nos recuerda la conmemoración de los 500 años de la fundación de la ciudad de Tlaxcala el pasado viernes en el zócalo capitalino, es que en el origen mismo de México hay un capítulo que no puede contarse sin pronunciar nuestro el nombre de nuestra tierra, la de los nunca conquistados.

La noche inaugural de los festejos fue, literalmente, una explosión de luces, rayos láser, llamaradas, bolas de fuego y un espectáculo de pirotecnia que convirtió el cielo de la capital en un lienzo de historia viva.

Por unos minutos, el primer cuadro de la ciudad se transformó en un espacio donde pasado y presente se encontraron bajo una misma certeza: Tlaxcala sigue siendo el corazón de una nación que no existiría sin su alianza ni su resistencia.

El Gobierno del Estado se esmeró en ofrecer una celebración digna de medio milenio, 5 siglos caray.

Más allá de lo visual, el acto fue un recordatorio de lo que significa reconocernos como parte de una raíz que, a pesar del olvido de algunos y del desprecio de otros, sigue firme.

Y que quede claro, los tlaxcaltecas ni somos traidores, ni tampoco enemigos, somos un pueblo de gente trabajadora que vive para tener buenas relaciones con sus vecinos, con la excepción de que aquél que se pase de la raya, tendrá su merecido, porque los tlaxcaltecas cuando no estamos en guerra, hacemos flechas.

Y el que avisa no traiciona, que le entienda quien le entienda y no es amenaza, es recordatorio.

Y sí, es válido cuestionar al servicio público, exigir resultados y señalar errores. Pero hay momentos en los que conviene detener la crítica automática y reconocer cuando algo se hace bien.

Porque detrás del despliegue técnico, del esfuerzo logístico y de la puesta en escena, hay un mensaje que debería unirnos por encima de las fobias políticas o las filias partidistas: La identidad tlaxcalteca está viva, más viva que nunca, y merece celebrarse.

Ser tlaxcalteca no es un accidente geográfico. Es una condición histórica. Es saberse heredero de una cultura que fue pieza clave en la formación del país y que, sin embargo, ha debido pelear cada reconocimiento frente a la narrativa centralista que tanto gusta borrar los matices del origen.

Hoy, a 500 años, Tlaxcala vuelve a ser referente mundial. No solo por la belleza de su capital o la riqueza de sus tradiciones, sino por la vigencia de su lección: La verdadera fuerza de un pueblo radica en su memoria y su identidad y Tlaxcala lo tiene más vivo y presente que nunca.

Por eso, sin reservas, lo digo y lo sostengo al igual que nuestras autoridades: Sin Tlaxcala, no habría México.

El Meón y el espejo de la incongruencia.

No hay peor golpe que el que te da tu propio reflejo. Y en el caso de Miguel Ángel Covarrubias, el exdiputado que se acostumbró a hacer de sus transmisiones en vivo una cruzada contra la autoridad, el golpe vino de casa.

Su padre, otro sujeto igual que él, meón, prepotente y mediocre, conocido en el bajo perfil que lo acredita extensivamente en el escándalo local como “El Meón”, protagonizó un accidente en el que resultó lesionado un motociclista y que tras de haberlo chocado y lesionado, el tipejo lo acusa de hacer ocasionado el accidente.

Hasta ahí, un hecho lamentable más. Lo grave es que, según los reportes, el meón padre intentó huir del lugar, repitiendo el patrón de soberbia y falta de responsabilidad que tanto caracteriza a quienes se sienten intocables.

La ironía no podría ser más punzante: El hijo (Miguel Ángel Covarrubias), que durante meses ha usado las redes sociales para exhibir a policías, señalar abusos e impartir justicia desde su celular, ahora guarda silencio.

No hay en vivo, no hay indignación, no hay acusaciones. Solo silencio.

Lo que antes era una guerra digital contra los “malos del sistema”, hoy se convierte en una historia que desnuda la incongruencia y resalta la prepotencia de un sujeto emocionalmente inestable, iracundo y necesitado de atención pública, porque sin ella, es nada.

Porque cuando el discurso moralista se estrella contra la realidad, lo que queda es una simple verdad: no hay coherencia en quien exige justicia cuando le conviene y la esquiva cuando lo toca de cerca.

En Tlaxcala, todos saben quién es Covarrubias y cuál ha sido su papel en la política local: Un personaje que aprendió rápido a convertir el escándalo en plataforma, la provocación en estrategia y la exposición pública en su mejor herramienta. Pero lo que no se aprende —y menos se finge— es la congruencia.

Hoy, el “paladín” de las causas sociales enfrenta el silencio más incómodo: el que no se puede editar ni justificar con una transmisión en vivo. Su padre cometió un error grave, y su ausencia de pronunciamiento pesa más que cualquier discurso previo.

Porque cuando la vara con la que se mide a los demás se quiebra en las propias manos, lo único que queda es asumir las consecuencias. Y eso, parece, no se transmite.

Y así como salió lo de su meón padre, salió el bloqueo de una vehículo de emergencias de protección civil estatal y decidió jugar al “agente de la ley” y detuvo —sin autoridad ni justificación alguna— una unidad oficial de Protección Civil, argumentando falsamente que el personal “intentó atropellarlo”, en un acto desesperado por bajar la presión y que se nos olvide que su padre atropelló a un motociclista.

La historia, contada al estilo Covarrubias, no tardó en circular en redes sociales, pero como suele suceder, la verdad y el espectáculo no siempre van de la mano.

Porque lo cierto es que ninguna de sus acusaciones tiene sustento. No hubo intento de atropello, ni abuso de autoridad, ni provocación alguna.

Lo que sí hubo fue un tipo iracundo e irracional —con antecedentes de pleitos y protagonismo mediático— que decidió interferir en las labores de un cuerpo de emergencia, obstaculizando un servicio público esencial. Y eso, más que un berrinche, es un delito.

No estamos hablando de una simple discusión callejera. En los hechos que se registran en video, Covarrubias interfiere en funciones oficiales, impide la movilidad de una unidad de Protección Civil y somete a sus tripulantes a una retención sin facultad legal.

En lenguaje jurídico, eso se llama abuso de autoridad, obstrucción de servicio público y privación ilegal de la libertad, ojalá la dependencia presente la denuncia respectiva en la Fiscalía General de Justicia del Estado y se actúe en consecuencia.

Tres figuras que, si la autoridad actuara con el rigor que exige la ley, podrían traducirse en sanciones penales.

Porque no basta con haber sido diputado o alcalde para creerse intocable; la ley no distingue títulos ni protagonismos y se debe aplicar a todos por igual.

Lo más grave no es la prepotencia, sino la impunidad mediática con la que Covarrubias ha intentado blindarse, convirtiendo sus redes sociales en tribunal, y sus transmisiones en un circo donde él siempre es la víctima y los demás los villanos. Pero esta vez, el disfraz de “justiciero ciudadano” queda al descubierto.

Retener una unidad de emergencia no solo es un acto ilegal; es un acto moralmente ruin. 

Impedir que servidores públicos cumplan con su deber —sea atender un accidente, un incendio o un auxilio— puede poner en riesgo vidas. Todo por alimentar un ego que ya rebasó la línea del ridículo.

Covarrubias no denuncia injusticias: las fabrica. No busca transparencia: busca reflectores. Y lo más preocupante es que, en su afán por exhibir a otros, ha terminado exhibiéndose a sí mismo como lo que realmente es: un falso justiciero, un provocador de oficio y un personaje cada vez más ajeno a la legalidad y al sentido común.

Las autoridades deberían dejar de hacerse de la vista gorda, porque hoy fue una unidad de Protección Civil; mañana podría ser una patrulla, un ciudadano o un periodista. Y el límite entre la denuncia y el abuso no puede seguir siendo marcado por un teléfono en modo “en vivo”.

Miguel Ángel Covarrubias ha hecho de la mentira una bandera y del escándalo una carrera.

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